En una esquina de mi infancia, Angelito Di Perna contaba historias de
hace muchos años, cuando andaba los rieles de la patria llevando el
orgullo de ser uno de los primeros comunistas en la vuelta. Angelito
el que barría la esquina de Salto y Montecaseros y podaba los
árboles del cantero. Que tenía el cerco y el jardín más lindo del
mundo a la entrada de su casa. Que tenía la sabiduría de un maestro
y los ojos como la historia.
En otra esquina de la memoria, a una cuadra de la escoba y los
relatos de Angelito, don Pedro Panini miraba las moneditas con que el
Cabeza Jaén pagaba el vino, poniendo la palma de la mano a dos
centímetros de los ojos, mientras repasaba las novedades del barrio,
que eran las novedades del mundo para nuestros nueve años. Don Pedro
el de la Provisión y Bar -combinación que ya no existe- donde los
vecinos venían a comprar el pan y la leche de mañana y a tomar un
copetín a la tardecita y a jugar a la “carolina”, pariente
prehistórico del “pool”. Del lado de la ventana de Montecaseros,
un banco largo en el que gastábamos las horas haciendo nada,
esperando que pasara la chiquilina que venía de estudiar. Del lado
de Tacuarembó, la ventana donde Lorenzo miraba su pasado de músico
mientras se bajaba una caña o una grappa con limón.
Algunas esquinas mas arriba, un viejo edificio oficiaba de casa
embrujada, en la que se escuchaban los ruidos de sillas que se
movían, vasos que se chocaban y cadenas que se arrastraban. Y no
faltaba alguno, que parado en la esquina, alardeaba contando que
había pasado una noche ahí, entre espíritus inquietos, en el mismo
rincón donde alguna vez había ocurrido una terrible tragedia
familiar.
Algunos años más acá y dos esquinas más allá, yendo hacia el
centro -que entonces parecía lejos -, la plaza pintaba la noche de
murciélagos y la barra se juntaba a conversar y a tomar mate. De vez
en cuando pasaba un patrullero y había que esconderse en la escalera
que daba a ese foso que nunca se supo bien que función cumplía.
Eran distintas las cosas entonces. Teníamos una inocencia y una
candidez que hoy parecen ridículas. Queríamos ser íntegros,
buenos, honestos. Había muchas cosas prohibidas y parecía que eso
nos llenaba de ganas de ser libres
Pero en ese entonces, uno no era capaz de ver los misterios y la
poesía que esconden las esquinas. Uno no tenía historia, la iba
construyendo sin saber que las miradas, los pasos, los besos o los
piñazos, se van quedando prendidos de los rincones de las ochavas o
de las líneas rectas de las esquinas comunes.
Tienen que pasar los años para que uno, con más de una cana en la
sien, empiece a ver en cualquier esquina de su barrio, o de otros
barrios de viejas andanzas, las miradas, los rencores, los abrazos y
las pasiones con que forjó sus pasos. Y por detrás de todo eso, las
cientos de historias que se escriben en las paredes que forman la
esquina.
Cierro los ojos y veo en la esquina de una de las casas de mis
primeros tiempos, a la barra reunida aprendiendo a vivir. El Ñato,
Bigote, el Chito, Pablito, Elenita, Daniela, Anabella, Sonia, Ana,
Carlitos y Eduardo. Muy cerquita, en otra esquina más abierta,
arbolada y llena de lunas, el Turco, Alberto, Martín y Mauro. Cierro
los ojos y veo mis esquinas y reconozco un sello de identidad. Paso
por mis esquinas y escucho rumores, voces, risas, llantos y abrazos,
estampados en el aire, dibujados en las paredes, escritos en los
pretiles.
Y se me ocurre que en las tuyas pasa lo mismo. Se me antoja que tal
vez tenés la misma sensación, andando por tu barrio, recorriendo
cuadras y llegando a esas aristas en que la vida dobla y que siempre
esconden la sensación de que algo, ahí a la vuelta, está por
pasar.
Luigi Lemes
2010
Foto de Edgar Salgado (2010)