sábado, 28 de febrero de 2015

Esos extraños regalos


Escribe
Ramiro Beceiro










              Me fascinaba ir a la casa de Alejandro Fernández. Él y Gabriel, tenían una enorme colección de soldaditos. Verdes, azules, camuflados, de plástico, de plomo. Los desparramábamos por todo el cuarto en extrañas formaciones, estratégicas. Y daba por comenzada la guerra. Pum! Bang! Bum! y otros terribles sonidos de balas y bombas. ¡Los tiros volteaban soldados con un dedo, que se volvían a levantar! No existía la muerte. Las batallas se ganaban por cansancio. O por aburrimiento de los titiriteros de muñecos. Casi siempre, eran tablas, porque el fin de la lucha se terminaba por un acuerdo de paz: “¿Y si jugamos a otra cosa?” Anhelaba poder tener algún día semejante cantidad de tropa. En mi casa, teníamos un fuerte de madera y unos pocos vaqueros e indios. Pocos caballos. Es más, había que compartir caballería. Como los vaqueros tenían el fuerte, para emparejar las acciones, los indios gozaban del privilegio de las cabalgaduras. Los vaqueros estaban igualmente en ventaja, tenían rifles y revólveres. Los indios, algunos pocos chalecos de maderitas, arcos, flechas y lanzas… ¡estaba robado! Entonces alguien tenía que emparejar las cosas. Las balas se perdían lejos y las flechas eran certeras. Casi siempre los indios tomaban el fuerte, salvo cuando el rubio general Custer, llegaba en alguna misión al fuerte. Ahí sí, ¡Custer era imbatible! Un viaje de mis padres a Buenos Aires, incrementó mi tropa en mis primeros soldados. En realidad eran Granaderos a Caballo… ¡pero sin caballos! Seis muñecos de cerámica y de piernas chuecas, demostraban que los caballos habían quedado en otra parte, o habían sido vendidos aparte. En alguna oferta del famoso Once se fueron los corceles. Ese pequeño detalle no inquietó a mis progenitores a la hora de adquirir semejante regalo. Mis Granaderos no podían mantenerse en pie. Entonces entraba a tallar mi imaginación. Para poder utilizarlos en algo, en lugar de Granaderos, yo los transformaba en nadadoras. Si, mis preferidas era Ana María Norbis, la campeonísima, y su hermana María Rosa. Entre ambas se encargaban de ganar todas las competencias por mí organizadas. La alberca olímpica era un desagüe que había a lo largo del balcón del apartamento donde vivíamos. No conocía nombres de otras nadadoras, entonces mis transmisiones de la carrera era un rosario de hermanas Norbis. Mis Granaderos nunca fueron soldados, eso sí, se cansaron de ganar travesías. En otra oportunidad, en un retorno desde la capital, mis padres, sabedores de mis deseos, me trajeron otro estupendo regalo. Corría 1974 y compartía mis días entre el liceo y la ACJ. Jugábamos fútbol en la cancha de hormigón, durísima y llena de piedras y arena. Te caías y parecía que te había agarrado un rallador. Me habían prometido un par de championes especiales para jugar en esa cancha. Estaba en mi casa esperándolos. Llegaron, nos dimos los besos de bienvenida correspondientes y luego del consabido “¿Cómo pasaron?, apareció una extraña caja. Afuera decía NIZA. Era absolutamente negra, brillante. Esas cajas no se veían en Paysandú. Te impresionaba. De apurado, ni la abrí. Quería mostrársela a mis amigos que esperaban en la ACJ.  Ansiaba llegar a sorprenderlos y sorprenderme con semejante regalo. Sabía que estarían todos. Era junio y se jugaría ese día, el primer partido de Uruguay en el mundial de Alemania. No teníamos clases. Entré y los vi, todos sentados frente al televisor blanco y negro, con antenas conejo. Los que llegaron primero, habían conseguido lugar preferencial en el gran sillón tapizado de marrón, que daba su respaldo a la enorme mampara de vitreaux y dividía el salón principal. Otros, los no tan madrugadores, ocupaban los dos sillones restantes. Y los del “talud”, sentados en el piso. La tele, estaba sobre una mesa de madera, al costado de la estufa a leña. Pasé la cancel y saqué a relucir la caja. La atracción dejó de ser la señal de ajuste. Mágicamente me gané un lugar en el centro de la platea preferencial. La caja despertaba la atención. Los ojos parecían perforar el reluciente cartón. Saqué la tapa y ahí estaban: Negros, relucientes, hermosos los Niza. Cuero negro, suela blanca. Absolutamente todos los tuvieron en sus manos y de puro buenos amigos, los elogiaron. Pero resultaba imposible jugar con ellos al fútbol en las durísimas canchas de la ACJ. Nunca los usé… tenían tapones!!! Otro viaje a Buenos Aires y otro regalo: un short de baño. De lycra!!! Y para colmo, atigrado, de color marrón, brilloso. En épocas de shorts y bermudas de tela… Sirvió como suspensor para hacer deportes. Jamás lo usé como short de baño. Regalos inútiles, raros... .


Ramiro Beceiro
(Sanducero)



Dibujo de Luigi Lemes

viernes, 27 de febrero de 2015

Náufragos del naufragio


Vendrán mañana a llamarnos al orden, a enseñarnos la mientemática de la vida. y nosotros -quien sabe- tal vez sigamos navegando caos adentro, naúfragos del naufragio


Luigi Lemes 
30/10/2009




Luigi Lemes