domingo, 28 de septiembre de 2014

Canción de un primo viajero a su terruño.




Hace ya un montón de años, nuestro querido primo Luis Víctor Lemes, escribió y compuso, desde alguno de los "otros cielos" donde anduvo, esta bellísima canción. Con los Hermanos Lemes la cantamos en muchos escenarios, allá por los 80. Y siempre vuelve, en alguna sobremesa, en algún encuentro de la familia o de amigos. Salú, Luis Víctor!

Pueden encontrar poemas y reflexiones de Luis Víctor Lemes en su blog In absentia

http://luisvictorlemes.blogspot.com/

martes, 23 de septiembre de 2014

Un Baño de Tajamar



Ramiro Beceiro








En la zona “de arriba” de la chacra, al lado de la portera que daba a lo que muchos años después sería Bvar. Artigas, había un tanque australiano. Del otro lado del camino que en bajada llegaba hasta la casa, estaba y aún está, el monte de eucaliptus. El tanque era el resultado de una “manija” de que podía encontrarse petróleo…apareció agua. Desde ahí se proveía a toda la chacra. La casa, algo de riego para la quinta y los criaderos. Había pasado el 6 de enero y los Reyes, entre otras cosas, a cambio de pasto y agua, nos habían dejado unos salvavidas. Como siempre, para estar iguales, uno para Diego y otro para mi. Como era costumbre, invitamos a Raúl, nuestro amigo y vecino de cuadra. Íbamos a disfrutar de la piscina tanque. Nos llevaron un sábado de mañana, el pobre Renault Gordini, ese día si que parecía una hamburguesa: redondito y relleno de gurises, bicicletas y salvavidas. Raúl había aprendido a andar en bicicleta. Además ya no iba de zapatos, llevaba championes. Llegamos y luego de los besos y abrazos de gustoso rigor, a jugar! La eterna pasada por el gallinero para tirarle unos pedregullos a los gallos. Luego tocaban las conejeras, había que controlar si había algún nuevo gazapo. De ahí, temerosos a vichar las colmenas de madera, mirábamos con respeto a las aguijoneantes obreras. Pasábamos al lado de los patos que siempre andaban sueltos por ahí. Había algún ganso mezclado con ellos. Feos y verrugosos patos criollos, pekineses bien blancos y coloridos domésticos, desfilaban orondamente en fila india en busca de lombrices y gusanos. Sus preferencias estaban en la quinta o en las orillas del tajamar. Resultaba divertido verlos luchar con las lombrices. Era imposible no saber por dónde andaban, sus graznidos los delataban permanentemente. Si el abuelo Nuñez los veía cerca de la quinta, los sacaba “carpiendo”. Eran una máquina de desenterrar hortalizas y devorar semillas en busca de isocas. Antes de ir para el tajamar, era parada obligatoria, ver si había algo nuevo en el galpón. Subirnos a las bolsas de alfalfa o de ración, para tirarnos de la más alta hasta caer en las de abajo, era una verdadera delicia. Salíamos del galpón llenos de polvo. Parecíamos fantasmas golpeando nuestras ropas para sacarnos “la sábana blanca de encima”. Ese día, no pasamos por el tajamar. Era más atractivo el tanque en la altura. Con los salvavidas de plástico inflados, partimos hacia la piscina. En la pasada, revisamos que todos los chanchos estuviesen en el chiquero. Los molestamos un rato y seguimos. El tanque no medía más de metro y medio de altura y estaba con agua hasta poco más de la mitad. No había peligro alguno. Tiramos los salvavidas para adentro y apilamos unos troncos y piedras para usarlos de escalera y entrar a la alberca. Asomados al borde, el agua se veía algo “caldosa” y el fondo color gris verdoso, estaría resbaloso. Eso no era problema. Ayudamos a Diego a subir. Luego Raúl, que era el más gordito y finalmente, me tocó a mi. Menos rellenito que Raúl pero poco acostumbrado a trepar. Luego de rasparme toda la panza con el borde de chapa, me zambullí en el agua tibia. Fue placentero, afuera el verano no daba tregua. Jugamos un rato, subíamos y bajábamos de los inflables. Tocar el piso, significaba pincharse con las piedras que junto con el portland formaban el fondo. Así pasamos el rato, hasta que uno de nosotros tuvo la idea de apoyar los salvavidas contra el piso, pisarlos y ver hasta dónde nos subían. Apoyarlos contra el piso fue lo último que hicimos con los regalos de Reyes. En cuanto tocaron el piso, explotaron. Las piedras puntiagudas no estaban en nuestros planes. Se terminó la alegría en la piscina. Con los pedazos bajo el brazo, salimos ahora si, rumbo al tajamar. Un campeonato de hacer “sapitos” en el agua sería la siguiente diversión. Pasamos por la casa, dejamos las ojotas y nos pusimos ropa seca. Champions, shorts y remeras. Doña Pancha nos atornilló unos ridículos gorritos con visera: “no se vayan a insolar”. Agarramos una lancha a pilas que los Magos le habían dejado a Diego. Teníamos mucho respeto del tajamar. Nos habían asustado que entre el barro del fondo y la profundidad, podíamos ahogarnos. Mentiras tontas que surtían efecto. Raúl y Diego a un lado del tajamar y yo del otro. Nos pasábamos la lancha a lo ancho del lago. Iba y venía una y otra vez. En una de las agachadas de Raúl para agarrar la lancha, se le cae el gorrito al agua. Se paró bien al borde y se dobló para alcanzarlo. . El gordo era bastante lento de movimientos. Cuando quiero acordar, lo veo a Diego tomar carrera. Le pegó semejante patada en el traste que mandó a Raúl de cabeza al tajamar. Se levantó empapado y vestido de chocolate. Lo del barro del fondo era cierto, pero de hondo … nada.    


                                                                                                                       Ramiro Beceiro 
                                                                                                                          (Sanducero)

                                                                                                            Dibujo de Luigi
                                                                                                             

La Bolsita



Moisés Bassadone





Moisés Bassadone
Ilustrador, historietista  y caricaturista sanducero.
El presente trabajo obtuvo una mención especial en un concurso de historietas en Buenos Aires. Cuando pase Moisés por "El Níspero" de nuevo y nos cuente, les decimos de que concurso se trata.

viernes, 29 de agosto de 2014

Las bicicletas y un zapato en el monte


Ramiro Beceiro









Nuestro amigo Raúl, “el gordo”, no sabía andar en bicicleta. Vecino de cuadra, vivía como nosotros, sobre calle Leandro Gómez. Su casa era una de esas construcciones antiguas, de techos altos. Habitaciones inmensas con pisos de madera, tablas largas que se hundían y crujían a cada paso de puro viejas nomás. El gordo, era un gurí absolutamente citadino, casi como todos los pocos que vivíamos en esa cuadra, donde los chiquilines éramos contados con los dedos de una mano. “Calle 8”, como le decían los más veteranos a Leandro Gómez, era  una arteria de mucho tránsito y llena de comercios. Frente a los apartamentos donde vivíamos, estaba el viejo edificio del Jockey Club. Su madre era una costurera de renombre, paraban frente a su casa, coches de lujo de la época, Plymouth, Impalas. Corría el año 1966. Raúl era el hijo menor de cuatro hermanos, el único varón de la prole. Andar en bici por la vereda ya en esos años, era un desafío de riesgo. Tirarse desde la esquina de Zorrilla de San Martín en la gran bajada, significaba un riesgo para la integridad del osado ciclista y para los caminantes ocasionales. Raúl así, no aprendería jamás a andar en bicicleta. Aunque su problema para aprender no era solamente la brusca bajada ni la transitada acera, en esos años, las “chivas” no eran baratas y los papás del gordo no podían comprarle una. Nosotros teníamos bicicletas, mi hermano una chiquita de color rojo y yo una verde, un poco más grande. Eran sencillas, no tenían tantos agregados, nada de doble disco ni de cambios. Frenos duros, guardabarros de chapa, rayos duros y ruedas blancas además de un cuadro de puro fierro formaban las pesadas y modernas bicicletas de la época. Un viernes de tarde fui por su casa a invitarlo a ir con nosotros al día siguiente, bien temprano, a la chacra donde vivían mis abuelos. Le íbamos a enseñar a andar en bicicleta! Cosa que no le dijimos.  El sábado, como siempre fue costumbre en nuestra casa, nos levantamos bien temprano y a las 8, estábamos golpeando el llamador de bronce de la gran puerta de madera maciza. Estaba pronto con su bolso de pantazote negro. En él, su madre había puesto un par de bananas y un bucito, por “si llegaba a refrescar”. El bolso tenía impreso en el bolsillo de adelante, un gran escudo de Nacional. Era de esos bolsos de colgar cruzados en el hombro, con cuatro tachas grandes de metal para poder apoyarlo sin que se tambalee. Nos subimos al Renault Gordini celeste que tenía mi padre. Llevábamos las bicis cargadas sobre la “vaca” arriba del techo. Llegamos bastante rápido a la chacra, no sin antes pasar por Casa Molle, un almacén de ramos generales donde encontrabas de todo. Había que llevar el surtido para mis abuelos, donde se incluía la cocoa para los nietos y la infaltable gomina “Glostora” de mi abuelo. Saludamos a doña Pancha y a Núñez, jugueteamos con los perros y salimos a la aventura. Fuimos derecho al tajamar, le teníamos respeto, nos habían dicho que el fondo era todo de barro y que si nos caímos en él capaz no podíamos salir. El fondo era de barro, pero era “playito”. Ahí mi abuelo pescaba anguilas con el dedo. Hicimos “sapito” con las piedras y salimos a recorrer esa inmensa geografía de tan solo 8 hectáreas. La quinta era grande, Núñez plantaba de todo. La chacra estaba en declive, la casa estaba en la zona baja y el tanque australiano se encontraba en el otro extremo, en la altura, lo que hacía bajar el agua para la casa con bastante fuerza. Había dos entradas, una al lado “de las casas” y la otra, arriba, sobre el actual Bulevar Artigas, a algo más de media cuadra de Avenida de las Américas. Alrededor de la casa, en la parte de atrás, estaban el gallinero, las conejeras, el chiquero, las colmenas y entre todo eso, el galpón de las herramientas, donde estaba la incubadora y un molino con tolva. Más atrás había un garaje abierto a los lados donde se guardaba el tractor rojo y herrumbrado y algún arado, Había una rastra de dientes y una rastra de madera que se usaba atada al tractor, para acarrear agua desde el tanque hasta los criaderos y la quinta si hacía falta. También había un pozo de agua, con bomba y un molino para la electricidad. Luego de la quinta, venía el maizal, que ocupaba gran parte de la chacra. A un lado del maíz, estaban los vecinos y al otro había un monte de eucaliptus. Entre medio, el camino en bajada que venía de la entrada este y llegaba casi hasta la casa. Ahí nos dirigimos Raúl, Diego, yo y nuestras pequeñas bicicletas. Al lado del tanque australiano, le explicamos al gordo como debía de hacer para andar sin caerse. Le hicimos una breve demostración y lo animamos a subirse a mi verde vehículo. Era primavera, un hermoso día de sol. Los tres vestidos de pantalones cortos, nosotros de championes bajos y Raúl … de zapatos Incalcuer!!! Se subió a la bici, lo agarramos de los costados para que hiciese equilibrio y lo tiramos en la bajada. El improvisado ciclista, recorrió rápidamente y sin problemas los primeros 30 o 40 metros de la bajada, iba bárbaro. Un pozo no previsto lo hizo volar por el aire, aró el camino con su cara, manos y rodillas. Esa tardecita, recibió unos “chirlos” de su madre, en la caída se le volaron los zapatos. Uno fue a dar al maizal y lo encontramos. El otro, el que cayó en los eucaliptus, jamás apareció. No hay caso, “a golpes se aprende”.  
 Ramiro Beceiro


Viñeta del  Liniers, historietista argentino, tomada de http://enciclo.com.ar/liniers-los-malos-andan-bicicleta


Los Conejos y el Judas


Ramiro Beceiro









Ese domingo especial, cada nieto sabía que le correspondería un gran huevo de Pascua. El asunto era saber en qué lugar los guardaba el abuelo Demócrito. Los huevos, en esa casa no los traían los conejos tradicionales (tradición que conocí muchos años después, ya de adulto). Los entregaba el abuelo “puro”, así le decíamos todos, mi abuela se llamaba Pura y por transición, él era el abuelo puro. Los hijos de Demócrito Beceiro, como todos los domingos hasta 1971, se reunían a almorzar en la casa paterna. Ese día festivo, llegaban todos alrededor de las 11 de la mañana. Los gurises éramos 5 varones y 4 mujeres, desde Gabriela la mayor a Cecilia la menor, hasta esa época. Nos juntábamos en el estar y de ahí a los balcones, o en el impecable living. Tenían una enorme tele. La prendías y había que esperar a que calentasen las válvulas. De marca Telefunken, aún el sudeste asiático no había despertado. Luego el almuerzo, religiosamente a las 12. Existía una división por edades y seguro por tamaño de la mesa del comedor. Pero a nosotros nos dolía cada domingo esa distinción de edades. Los liceales se sentaban con los mayores, los otros, nos divertíamos como locos en el comedor diario. Tenía ventanales en toda la pared que daba una parte al sur de la ciudad y otra parte al Río. Desde un séptimo piso la vista era espectacular. Luego del postre, el abuelo desde su despacho, nos llamaba uno a uno y de mayor a menor. El escritorio donde luego descubrimos que siempre guardaba los huevos de chocolate, era como toda su oficina, a puro lujo. El escritorio de una fina madera negra con tapa de madera y un grueso vidrio biselado. Sillones tapizados en cuero. Una gran caja fuerte que haría las delicias de cualquier anticuario y una gran biblioteca, tapizada de libros de jurisprudencia. Así era don Demócrito, el abuelo puro. Serio, circunspecto, de pocas y gastadas bromas. Con su Parkinson a cuestas. Aún así, tenía demostraciones de afecto, no muchas. Te hacía siempre los mismos y gastados chistes, cuando pasabas de clase con sobresaliente, te decía: “Te felicito! Así que pasaste con sobrelosdientes?” Entregaba las grandes golosinas y ahí terminaba todo. Esperábamos que nuestros padres ordenaran la retirada.  Luego de la siesta religiosa, a media tarde, salíamos para la chacra a hacer Pascuas con mis otros abuelos. Doña Pancha y Núñez, también estaba “el cacho” que vivía con ellos. Algunos años también había vivido con nosotros, hacía las veces de hermano mayor, y lo hacía muy bien. Era hijo del famoso “Capitán Tormenta”, el negro Mello. En la chacra todo era diferente. No había un living impecable, simplemente no existía un living. Núñez no tenía escritorio lujoso. Sus únicas pertenencias eran una radio Spica forrada de cuero marrón, un banco de ordeñe y sus dentaduras postizas, que de noche dormían en un vaso petiso lleno de agua de pozo con limón. Si tendría pocas cosas que ni cuchillo propio llevaba. Un paisano sin facón. Lo habría perdido en una de sus tantas andanzas de mozo. Desde la ventana del comedor, con piso de mezcla, siempre se veía lo mismo. Galpón y gallinero eran “la vista”. Televisor? “eso es cosa de ricos mijo”. Había mucha imaginación, complicidad y aprendizaje. A veces cosas “arteras”. “Cuentos verdes”, armar un tabaco (cosa que hoy me resulta imposible), adobar lechones, y asarlos. Enseñanzas de modales de señorito? Nada. Núñez y Pancha eran gente simple. Con Diego sabíamos preparar el afrechillo en grandes tanques para los chanchos, también la ración para las gallinas y patos.  Ayudábamos en las carneadas, ovejas, vacas y lechones. Nos fascinaba ver cuando Núñez con mano sabia, enterraba el cuchillo para desangrar el chancho, que gritaba como un loco. La sangre volaba. Había que estar atento y colocar enseguida el balde negro para juntar la sangre para las morcillas. Mirábamos pelar el animal con agua hirviendo, cosa que mi abuela realizaba con presteza. Nos dejaba sentarnos en su banco para ordeñar y luego tomar esa leche espumosa y tibia, “directo de la fábrica”. Núñez nos dejaba todo eso y mucho más. Doña Pancha desgranaba choclos, abría y separaba chauchas, los balde se llenaban de arvejas frescas y nosotros ayudábamos sin chistar. Juntábamos huevos y andábamos en tractor y a caballo. Eran dos, “el tostao” y “canelones”, que era un caballo de carrera de mi tío Carlos. Se había mancado y para no sacrificarlo, se lo había regalado a Diego. Llegábamos a la chacra a la hora del café con leche. Siempre había queso, dulce de leche y pan, todo casero. La abuela era especialista en la cocina, condición que mi mamá heredó y mejoró, sin dudas. En la tardecita, Núñez nos dejaba ayudarlo a terminar de atar “el judas”  a una larga cruz de cañas. Lo paraba y enterraba la caña en el suelo. Luego a cenar al caer la noche. Ya oscuro, el artesano prendía una antorcha de estopa y querosén. Ardía “el judas”. Era un espectáculo inolvidable. El enorme muñeco en llamas se retorcía. Danzaba al ritmo de las explosiones de las bombas y fuegos artificiales con los que Núñez  lo había rellenado. Lo mirábamos extasiados hasta que el “hereje” se quemaba por completo. Los ojos llenos de luz. Volvíamos a la penumbra de los faroles a mantilla y antes del regreso,  doña Pancha nos obsequiaba unos pequeños huevos de Pascua. Más chicos que los del mediodía… pero tan ricos y dulces…   

Ramiro Beceiro



Foto tomada de http://www.enlacesuruguayos.com
                                   

100 años de Julio Cortázar


Alegría del cronopio

Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La Mondiale.

-Buenas tardes, fama. Tregua catala espera. -Cronopio cronopio? -Cronopio cronopio. -Hilo? -Dos, pero uno azul.

El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.

-Afuera llueve- dice el cronopio. Todo el cielo. -No te preocupes- dice el fama. Iremos en mi automóvil. Para proteger los hilos.

Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho. Además le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que sostiene contra su pecho los hilos -uno azul- y espera ansioso que el fama lo invite a subir a su automóvil.




Julio Cortazar, creador de maravillas. (1914- 1984)