"dulce milonga
enamorada de todos,
como una planta
crece en la garganta;
nace tu flor sin color
en cualquier corazón
-perfume de otra canción"
Alfredo Zitarrosa
La noche era fría y
había niebla. “Una cerrazón londinense”, solía decir un amigo
querido. Entré al bar como todos los viernes. Era noche de peña y
el lugar hervía de gente. Como un pedacito de Montevideo o de Buenos
Aires puesto casi por equivocación en una ciudad no acostumbrada a
un lugar prácticamente sin ventanas a la calle -La única que había
daba a Varela, por donde a esa hora no pasaba nadie-.
Un corto pasillo,
una chica amable y bonita en la puerta como antesala del clima
agradable que caracterizaba al lugar. Un ambiente central y un
apartado para los que querían una charla más privada. Todo bastante
apretado, pero coqueto y cálido. En el mostrador, Pablo servía
copas. A su lado, regenteando la situación, estaba el Cabeza. Un
tipo que, o siempre estaba feliz, o era un actor consumado. Porque
la sonrisa pintada en su cara, a esa altura parecía imborrable. Ni
bien entré, se apresuró a comentar:
-¿Viste quién vino
hoy? ¡Hoy sí que nos consagramos!
Señaló una mesa
del fondo, cerca de la puerta de la cocina. Y ahí estaba. Elegante,
de riguroso traje negro y finísima corbata al tono. Y detrás del
mostrador, al lado de la heladera, en el perchero que los músicos
estables compartíamos con el personal, la gabardina.
El tiempo se
detuvo. Después retrocedió hasta alcanzar el instante en que un
joven cantor se fotografiaba con un gran cigarro en la boca y aquel
otro en que contemplaba una jaula con un canario.
El tipo era
Zitarrosa.
La escena era tan
real como imposible. Era el año 2002. Alfredo vivía más que nunca
en sus canciones, pero físicamente ya no andaba estos caminos.. Sin
embargo esa anoche estaba ahí, acompañado de una mujer joven y
hermosa. En el escenario, Caco afinaba la guitarra y me señalaba con
la nariz la escena mágica que ahí se daba.
Después de aquel
impacto y luego de las presentaciones, pudimos saber que el hombre
se llamaba Julio, que era –creo- de Colonia, y que se autodefinía
como un cantor modesto pero apasionado. Compartimos su mesa un rato.
Después acompañamos con Caco a algunos cantores. Y disfrutamos, hay
que reconocerlo, del juego de impactar a toda persona conocedora de
Alfredo que entrara al lugar.
Pero la sospecha de
que algo extraño estaba pasando me volvió a invadir cuando el
hombre subió al escenario y -pulsando la guitarra, rodeado de los
arpegios con los que Caco Pauletti inauguraba la ceremonia-, cantó
“Milonga de ojos dorados” ,“Chacarera del 55”,“El violín
de Becho”.
Bastante antes de
que el sol empezara su tarea de clarear la cosa, el hombre enfundó
la guitarra y se enfundó en la gabardina. Tomó a su hermosa dama
del brazo, agradeció formal y cortésmente a la casa por el trato
dispensado y a los músicos por su generosidad, atravesó el pasillo
y se internó en la niebla.
Le juro que salí un
segundo después para ver hacia donde se encaminaba. Pero usted sabe
cómo es la niebla.
Desde ese día,
puede usted creerme o no, he empezado a ver la magia que esconden las
esquinas y los rincones de esta ciudad. Duendes y fantasmas que
juegan a hacernos confundir y no nos permiten saber cual es la
verdadera frontera entre la historia y la leyenda.
Y no se cómo hacer,
pero ando pidiendo a gritos que nos demos cuenta.
Luis Lemes
Publicado en el Semanario "El Sanducero" en 2010
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Ilustración de FERNANDO IRECIO, para la publicación en "El Sanducero" | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | | |
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