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Ramiro Beceiro |
Me fascinaba ir a la casa de
Alejandro Fernández. Él y Gabriel, tenían una enorme colección de soldaditos.
Verdes, azules, camuflados, de plástico, de plomo. Los desparramábamos por todo
el cuarto en extrañas formaciones, estratégicas. Y daba por comenzada la
guerra. Pum! Bang! Bum! y otros terribles sonidos de balas y bombas. ¡Los tiros
volteaban soldados con un dedo, que se volvían a levantar! No existía la
muerte. Las batallas se ganaban por cansancio. O por aburrimiento de los
titiriteros de muñecos. Casi siempre, eran tablas, porque el fin de la lucha se
terminaba por un acuerdo de paz: “¿Y si jugamos a otra cosa?” Anhelaba poder
tener algún día semejante cantidad de tropa. En mi casa, teníamos un fuerte de
madera y unos pocos vaqueros e indios. Pocos caballos. Es más, había que
compartir caballería. Como los vaqueros tenían el fuerte, para emparejar las
acciones, los indios gozaban del privilegio de las cabalgaduras. Los vaqueros
estaban igualmente en ventaja, tenían rifles y revólveres. Los indios, algunos
pocos chalecos de maderitas, arcos, flechas y lanzas… ¡estaba robado! Entonces
alguien tenía que emparejar las cosas. Las balas se perdían lejos y las flechas
eran certeras. Casi siempre los indios tomaban el fuerte, salvo cuando el rubio
general Custer, llegaba en alguna misión al fuerte. Ahí sí, ¡Custer era
imbatible! Un viaje de mis padres a Buenos Aires, incrementó mi tropa en mis
primeros soldados. En realidad eran Granaderos a Caballo… ¡pero sin caballos!
Seis muñecos de cerámica y de piernas chuecas, demostraban que los caballos
habían quedado en otra parte, o habían sido vendidos aparte. En alguna oferta
del famoso Once se fueron los corceles. Ese pequeño detalle no inquietó a mis
progenitores a la hora de adquirir semejante regalo. Mis Granaderos no podían
mantenerse en pie. Entonces entraba a tallar mi imaginación. Para poder
utilizarlos en algo, en lugar de Granaderos, yo los transformaba en nadadoras.
Si, mis preferidas era Ana María Norbis, la campeonísima, y su hermana María
Rosa. Entre ambas se encargaban de ganar todas las competencias por mí
organizadas. La alberca olímpica era un desagüe que había a lo largo del balcón
del apartamento donde vivíamos. No conocía nombres de otras nadadoras, entonces
mis transmisiones de la carrera era un rosario de hermanas Norbis. Mis
Granaderos nunca fueron soldados, eso sí, se cansaron de ganar travesías. En
otra oportunidad, en un retorno desde la capital, mis padres, sabedores de mis
deseos, me trajeron otro estupendo regalo. Corría 1974 y compartía mis días
entre el liceo y la ACJ. Jugábamos fútbol en la cancha de hormigón, durísima y
llena de piedras y arena. Te caías y parecía que te había agarrado un rallador.
Me habían prometido un par de championes especiales para jugar en esa cancha.
Estaba en mi casa esperándolos. Llegaron, nos dimos los besos de bienvenida
correspondientes y luego del consabido “¿Cómo pasaron?, apareció una extraña
caja. Afuera decía NIZA. Era absolutamente negra, brillante. Esas cajas no se
veían en Paysandú. Te impresionaba. De apurado, ni la abrí. Quería mostrársela
a mis amigos que esperaban en la ACJ.
Ansiaba llegar a sorprenderlos y sorprenderme con semejante regalo.
Sabía que estarían todos. Era junio y se jugaría ese día, el primer partido de
Uruguay en el mundial de Alemania. No teníamos clases. Entré y los vi, todos
sentados frente al televisor blanco y negro, con antenas conejo. Los que
llegaron primero, habían conseguido lugar preferencial en el gran sillón
tapizado de marrón, que daba su respaldo a la enorme mampara de vitreaux y
dividía el salón principal. Otros, los no tan madrugadores, ocupaban los dos
sillones restantes. Y los del “talud”, sentados en el piso. La tele, estaba
sobre una mesa de madera, al costado de la estufa a leña. Pasé la cancel y
saqué a relucir la caja. La atracción dejó de ser la señal de ajuste.
Mágicamente me gané un lugar en el centro de la platea preferencial. La caja
despertaba la atención. Los ojos parecían perforar el reluciente cartón. Saqué
la tapa y ahí estaban: Negros, relucientes, hermosos los Niza. Cuero negro,
suela blanca. Absolutamente todos los tuvieron en sus manos y de puro buenos
amigos, los elogiaron. Pero resultaba imposible jugar con ellos al fútbol en
las durísimas canchas de la ACJ. Nunca los usé… tenían tapones!!! Otro viaje a
Buenos Aires y otro regalo: un short de baño. De lycra!!! Y para colmo,
atigrado, de color marrón, brilloso. En épocas de shorts y bermudas de tela…
Sirvió como suspensor para hacer deportes. Jamás lo usé como short de baño.
Regalos inútiles, raros... .
Ramiro Beceiro
(Sanducero)
(Sanducero)
Dibujo de Luigi Lemes |