Ramiro Beceiro |
Nuestro amigo Raúl, “el gordo”, no
sabía andar en bicicleta. Vecino de cuadra, vivía como nosotros, sobre calle
Leandro Gómez. Su casa era una de esas construcciones antiguas, de techos
altos. Habitaciones inmensas con pisos de madera, tablas largas que se hundían
y crujían a cada paso de puro viejas nomás. El gordo, era un gurí absolutamente
citadino, casi como todos los pocos que vivíamos en esa cuadra, donde los
chiquilines éramos contados con los dedos de una mano. “Calle 8”, como le
decían los más veteranos a Leandro Gómez, era una arteria de mucho tránsito y llena de
comercios. Frente a los apartamentos donde vivíamos, estaba el viejo edificio
del Jockey Club. Su madre era una costurera de renombre, paraban frente a su
casa, coches de lujo de la época, Plymouth, Impalas. Corría el año 1966. Raúl
era el hijo menor de cuatro hermanos, el único varón de la prole. Andar en bici
por la vereda ya en esos años, era un desafío de riesgo. Tirarse desde la
esquina de Zorrilla de San Martín en la gran bajada, significaba un riesgo para
la integridad del osado ciclista y para los caminantes ocasionales. Raúl así, no
aprendería jamás a andar en bicicleta. Aunque su problema para aprender no era
solamente la brusca bajada ni la transitada acera, en esos años, las “chivas”
no eran baratas y los papás del gordo no podían comprarle una. Nosotros
teníamos bicicletas, mi hermano una chiquita de color rojo y yo una verde, un
poco más grande. Eran sencillas, no tenían tantos agregados, nada de doble
disco ni de cambios. Frenos duros, guardabarros de chapa, rayos duros y ruedas
blancas además de un cuadro de puro fierro formaban las pesadas y modernas
bicicletas de la época. Un viernes de tarde fui por su casa a invitarlo a ir
con nosotros al día siguiente, bien temprano, a la chacra donde vivían mis
abuelos. Le íbamos a enseñar a andar en bicicleta! Cosa que no le dijimos. El sábado, como siempre fue costumbre en
nuestra casa, nos levantamos bien temprano y a las 8, estábamos golpeando el
llamador de bronce de la gran puerta de madera maciza. Estaba pronto con su
bolso de pantazote negro. En él, su madre había puesto un par de bananas y un
bucito, por “si llegaba a refrescar”. El bolso tenía impreso en el bolsillo de
adelante, un gran escudo de Nacional. Era de esos bolsos de colgar cruzados en
el hombro, con cuatro tachas grandes de metal para poder apoyarlo sin que se
tambalee. Nos subimos al Renault Gordini celeste que tenía mi padre. Llevábamos
las bicis cargadas sobre la “vaca” arriba del techo. Llegamos bastante rápido a
la chacra, no sin antes pasar por Casa Molle, un almacén de ramos generales
donde encontrabas de todo. Había que llevar el surtido para mis abuelos, donde
se incluía la cocoa para los nietos y la infaltable gomina “Glostora” de mi
abuelo. Saludamos a doña Pancha y a Núñez, jugueteamos con los perros y salimos
a la aventura. Fuimos derecho al tajamar, le teníamos respeto, nos habían dicho
que el fondo era todo de barro y que si nos caímos en él capaz no podíamos
salir. El fondo era de barro, pero era “playito”. Ahí mi abuelo pescaba
anguilas con el dedo. Hicimos “sapito” con las piedras y salimos a recorrer esa
inmensa geografía de tan solo 8 hectáreas. La quinta era grande, Núñez plantaba
de todo. La chacra estaba en declive, la casa estaba en la zona baja y el
tanque australiano se encontraba en el otro extremo, en la altura, lo que hacía
bajar el agua para la casa con bastante fuerza. Había dos entradas, una al lado
“de las casas” y la otra, arriba, sobre el actual Bulevar Artigas, a algo más
de media cuadra de Avenida de las Américas. Alrededor de la casa, en la parte
de atrás, estaban el gallinero, las conejeras, el chiquero, las colmenas y
entre todo eso, el galpón de las herramientas, donde estaba la incubadora y un
molino con tolva. Más atrás había un garaje abierto a los lados donde se
guardaba el tractor rojo y herrumbrado y algún arado, Había una rastra de
dientes y una rastra de madera que se usaba atada al tractor, para acarrear
agua desde el tanque hasta los criaderos y la quinta si hacía falta. También
había un pozo de agua, con bomba y un molino para la electricidad. Luego de la
quinta, venía el maizal, que ocupaba gran parte de la chacra. A un lado del
maíz, estaban los vecinos y al otro había un monte de eucaliptus. Entre medio,
el camino en bajada que venía de la entrada este y llegaba casi hasta la casa.
Ahí nos dirigimos Raúl, Diego, yo y nuestras pequeñas bicicletas. Al lado del
tanque australiano, le explicamos al gordo como debía de hacer para andar sin
caerse. Le hicimos una breve demostración y lo animamos a subirse a mi verde
vehículo. Era primavera, un hermoso día de sol. Los tres vestidos de pantalones
cortos, nosotros de championes bajos y Raúl … de zapatos Incalcuer!!! Se subió
a la bici, lo agarramos de los costados para que hiciese equilibrio y lo
tiramos en la bajada. El improvisado ciclista, recorrió rápidamente y sin
problemas los primeros 30 o 40 metros de la bajada, iba bárbaro. Un pozo no
previsto lo hizo volar por el aire, aró el camino con su cara, manos y
rodillas. Esa tardecita, recibió unos “chirlos” de su madre, en la caída se le
volaron los zapatos. Uno fue a dar al maizal y lo encontramos. El otro, el que
cayó en los eucaliptus, jamás apareció. No hay caso, “a golpes se aprende”.
Ramiro Beceiro
Viñeta del Liniers, historietista argentino, tomada de http://enciclo.com.ar/liniers-los-malos-andan-bicicleta |