Ramiro Beceiro |
Ese domingo
especial, cada nieto sabía que le correspondería un gran huevo de Pascua. El
asunto era saber en qué lugar los guardaba el abuelo Demócrito. Los huevos, en
esa casa no los traían los conejos tradicionales (tradición que conocí muchos
años después, ya de adulto). Los entregaba el abuelo “puro”, así le decíamos
todos, mi abuela se llamaba Pura y por transición, él era el abuelo puro. Los
hijos de Demócrito Beceiro, como todos los domingos hasta 1971, se reunían a
almorzar en la casa paterna. Ese día festivo, llegaban todos alrededor de las
11 de la mañana. Los gurises éramos 5 varones y 4 mujeres, desde Gabriela la
mayor a Cecilia la menor, hasta esa época. Nos juntábamos en el estar y de ahí
a los balcones, o en el impecable living. Tenían una enorme tele. La prendías y
había que esperar a que calentasen las válvulas. De marca Telefunken, aún el
sudeste asiático no había despertado. Luego el almuerzo, religiosamente a las
12. Existía una división por edades y seguro por tamaño de la mesa del comedor.
Pero a nosotros nos dolía cada domingo esa distinción de edades. Los liceales
se sentaban con los mayores, los otros, nos divertíamos como locos en el
comedor diario. Tenía ventanales en toda la pared que daba una parte al sur de
la ciudad y otra parte al Río. Desde un séptimo piso la vista era espectacular.
Luego del postre, el abuelo desde su despacho, nos llamaba uno a uno y de mayor
a menor. El escritorio donde luego descubrimos que siempre guardaba los huevos
de chocolate, era como toda su oficina, a puro lujo. El escritorio de una fina
madera negra con tapa de madera y un grueso vidrio biselado. Sillones tapizados
en cuero. Una gran caja fuerte que haría las delicias de cualquier anticuario y
una gran biblioteca, tapizada de libros de jurisprudencia. Así era don
Demócrito, el abuelo puro. Serio, circunspecto, de pocas y gastadas bromas. Con
su Parkinson a cuestas. Aún así, tenía demostraciones de afecto, no muchas. Te
hacía siempre los mismos y gastados chistes, cuando pasabas de clase con
sobresaliente, te decía: “Te felicito! Así que pasaste con sobrelosdientes?” Entregaba
las grandes golosinas y ahí terminaba todo. Esperábamos que nuestros padres
ordenaran la retirada. Luego de la
siesta religiosa, a media tarde, salíamos para la chacra a hacer Pascuas con
mis otros abuelos. Doña Pancha y Núñez, también estaba “el cacho” que vivía con
ellos. Algunos años también había vivido con nosotros, hacía las veces de
hermano mayor, y lo hacía muy bien. Era hijo del famoso “Capitán Tormenta”, el
negro Mello. En la chacra todo era diferente. No había un living impecable,
simplemente no existía un living. Núñez no tenía escritorio lujoso. Sus únicas
pertenencias eran una radio Spica forrada de cuero marrón, un banco de ordeñe y
sus dentaduras postizas, que de noche dormían en un vaso petiso lleno de agua
de pozo con limón. Si tendría pocas cosas que ni cuchillo propio llevaba. Un
paisano sin facón. Lo habría perdido en una de sus tantas andanzas de mozo. Desde
la ventana del comedor, con piso de mezcla, siempre se veía lo mismo. Galpón y
gallinero eran “la vista”. Televisor? “eso es cosa de ricos mijo”. Había mucha imaginación,
complicidad y aprendizaje. A veces cosas “arteras”. “Cuentos verdes”, armar un
tabaco (cosa que hoy me resulta imposible), adobar lechones, y asarlos.
Enseñanzas de modales de señorito? Nada. Núñez y Pancha eran gente simple. Con
Diego sabíamos preparar el afrechillo en grandes tanques para los chanchos,
también la ración para las gallinas y patos. Ayudábamos en las carneadas, ovejas, vacas y
lechones. Nos fascinaba ver cuando Núñez con mano sabia, enterraba el cuchillo
para desangrar el chancho, que gritaba como un loco. La sangre volaba. Había
que estar atento y colocar enseguida el balde negro para juntar la sangre para
las morcillas. Mirábamos pelar el animal con agua hirviendo, cosa que mi abuela
realizaba con presteza. Nos dejaba sentarnos en su banco para ordeñar y luego
tomar esa leche espumosa y tibia, “directo de la fábrica”. Núñez nos dejaba
todo eso y mucho más. Doña Pancha desgranaba choclos, abría y separaba
chauchas, los balde se llenaban de arvejas frescas y nosotros ayudábamos sin
chistar. Juntábamos huevos y andábamos en tractor y a caballo. Eran dos, “el
tostao” y “canelones”, que era un caballo de carrera de mi tío Carlos. Se había
mancado y para no sacrificarlo, se lo había regalado a Diego. Llegábamos a la
chacra a la hora del café con leche. Siempre había queso, dulce de leche y pan,
todo casero. La abuela era especialista en la cocina, condición que mi mamá
heredó y mejoró, sin dudas. En la tardecita, Núñez nos dejaba ayudarlo a
terminar de atar “el judas” a una larga
cruz de cañas. Lo paraba y enterraba la caña en el suelo. Luego a cenar al caer
la noche. Ya oscuro, el artesano prendía una antorcha de estopa y querosén.
Ardía “el judas”. Era un espectáculo inolvidable. El enorme muñeco en llamas se
retorcía. Danzaba al ritmo de las explosiones de las bombas y fuegos
artificiales con los que Núñez lo había
rellenado. Lo mirábamos extasiados hasta que el “hereje” se quemaba por
completo. Los ojos llenos de luz. Volvíamos a la penumbra de los faroles a
mantilla y antes del regreso, doña
Pancha nos obsequiaba unos pequeños huevos de Pascua. Más chicos que los del
mediodía… pero tan ricos y dulces…
Ramiro Beceiro
Foto tomada de http://www.enlacesuruguayos.com |
Me emocioné, me reí. Algo de todo esto que cuenta tan bien Ramiro , he vivido yo. Impecable.
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