viernes, 29 de agosto de 2014

Los Conejos y el Judas


Ramiro Beceiro









Ese domingo especial, cada nieto sabía que le correspondería un gran huevo de Pascua. El asunto era saber en qué lugar los guardaba el abuelo Demócrito. Los huevos, en esa casa no los traían los conejos tradicionales (tradición que conocí muchos años después, ya de adulto). Los entregaba el abuelo “puro”, así le decíamos todos, mi abuela se llamaba Pura y por transición, él era el abuelo puro. Los hijos de Demócrito Beceiro, como todos los domingos hasta 1971, se reunían a almorzar en la casa paterna. Ese día festivo, llegaban todos alrededor de las 11 de la mañana. Los gurises éramos 5 varones y 4 mujeres, desde Gabriela la mayor a Cecilia la menor, hasta esa época. Nos juntábamos en el estar y de ahí a los balcones, o en el impecable living. Tenían una enorme tele. La prendías y había que esperar a que calentasen las válvulas. De marca Telefunken, aún el sudeste asiático no había despertado. Luego el almuerzo, religiosamente a las 12. Existía una división por edades y seguro por tamaño de la mesa del comedor. Pero a nosotros nos dolía cada domingo esa distinción de edades. Los liceales se sentaban con los mayores, los otros, nos divertíamos como locos en el comedor diario. Tenía ventanales en toda la pared que daba una parte al sur de la ciudad y otra parte al Río. Desde un séptimo piso la vista era espectacular. Luego del postre, el abuelo desde su despacho, nos llamaba uno a uno y de mayor a menor. El escritorio donde luego descubrimos que siempre guardaba los huevos de chocolate, era como toda su oficina, a puro lujo. El escritorio de una fina madera negra con tapa de madera y un grueso vidrio biselado. Sillones tapizados en cuero. Una gran caja fuerte que haría las delicias de cualquier anticuario y una gran biblioteca, tapizada de libros de jurisprudencia. Así era don Demócrito, el abuelo puro. Serio, circunspecto, de pocas y gastadas bromas. Con su Parkinson a cuestas. Aún así, tenía demostraciones de afecto, no muchas. Te hacía siempre los mismos y gastados chistes, cuando pasabas de clase con sobresaliente, te decía: “Te felicito! Así que pasaste con sobrelosdientes?” Entregaba las grandes golosinas y ahí terminaba todo. Esperábamos que nuestros padres ordenaran la retirada.  Luego de la siesta religiosa, a media tarde, salíamos para la chacra a hacer Pascuas con mis otros abuelos. Doña Pancha y Núñez, también estaba “el cacho” que vivía con ellos. Algunos años también había vivido con nosotros, hacía las veces de hermano mayor, y lo hacía muy bien. Era hijo del famoso “Capitán Tormenta”, el negro Mello. En la chacra todo era diferente. No había un living impecable, simplemente no existía un living. Núñez no tenía escritorio lujoso. Sus únicas pertenencias eran una radio Spica forrada de cuero marrón, un banco de ordeñe y sus dentaduras postizas, que de noche dormían en un vaso petiso lleno de agua de pozo con limón. Si tendría pocas cosas que ni cuchillo propio llevaba. Un paisano sin facón. Lo habría perdido en una de sus tantas andanzas de mozo. Desde la ventana del comedor, con piso de mezcla, siempre se veía lo mismo. Galpón y gallinero eran “la vista”. Televisor? “eso es cosa de ricos mijo”. Había mucha imaginación, complicidad y aprendizaje. A veces cosas “arteras”. “Cuentos verdes”, armar un tabaco (cosa que hoy me resulta imposible), adobar lechones, y asarlos. Enseñanzas de modales de señorito? Nada. Núñez y Pancha eran gente simple. Con Diego sabíamos preparar el afrechillo en grandes tanques para los chanchos, también la ración para las gallinas y patos.  Ayudábamos en las carneadas, ovejas, vacas y lechones. Nos fascinaba ver cuando Núñez con mano sabia, enterraba el cuchillo para desangrar el chancho, que gritaba como un loco. La sangre volaba. Había que estar atento y colocar enseguida el balde negro para juntar la sangre para las morcillas. Mirábamos pelar el animal con agua hirviendo, cosa que mi abuela realizaba con presteza. Nos dejaba sentarnos en su banco para ordeñar y luego tomar esa leche espumosa y tibia, “directo de la fábrica”. Núñez nos dejaba todo eso y mucho más. Doña Pancha desgranaba choclos, abría y separaba chauchas, los balde se llenaban de arvejas frescas y nosotros ayudábamos sin chistar. Juntábamos huevos y andábamos en tractor y a caballo. Eran dos, “el tostao” y “canelones”, que era un caballo de carrera de mi tío Carlos. Se había mancado y para no sacrificarlo, se lo había regalado a Diego. Llegábamos a la chacra a la hora del café con leche. Siempre había queso, dulce de leche y pan, todo casero. La abuela era especialista en la cocina, condición que mi mamá heredó y mejoró, sin dudas. En la tardecita, Núñez nos dejaba ayudarlo a terminar de atar “el judas”  a una larga cruz de cañas. Lo paraba y enterraba la caña en el suelo. Luego a cenar al caer la noche. Ya oscuro, el artesano prendía una antorcha de estopa y querosén. Ardía “el judas”. Era un espectáculo inolvidable. El enorme muñeco en llamas se retorcía. Danzaba al ritmo de las explosiones de las bombas y fuegos artificiales con los que Núñez  lo había rellenado. Lo mirábamos extasiados hasta que el “hereje” se quemaba por completo. Los ojos llenos de luz. Volvíamos a la penumbra de los faroles a mantilla y antes del regreso,  doña Pancha nos obsequiaba unos pequeños huevos de Pascua. Más chicos que los del mediodía… pero tan ricos y dulces…   

Ramiro Beceiro



Foto tomada de http://www.enlacesuruguayos.com
                                   

1 comentario:

  1. Me emocioné, me reí. Algo de todo esto que cuenta tan bien Ramiro , he vivido yo. Impecable.

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