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Ramiro Beceiro |
El viernes fuimos al viejo teatro de verano, el que da sus espadas al
Paterno. Un dúo y su banda, eran esperados tranquilamente. Entré y se me
cayeron encima recuerdos de mi primer infancia. Veníamos desde lejos en carro
con mis abuelos maternos, salíamos de tardecita desde la chacra, recorrer el
bajo y luego la subida que parecía interminable, sobre todo si había llovido
ese día. Las huellas en el barro, las patinadas, el caballo tirando, hasta que
ganábamos la cima y casi enseguida se aparecía la fusilera, con su muro blanco,
sus pequeñas torrecillas y el que parecía el mismo soldado cada vez. No existía
el liso pavimento. Mi abuela, doña Pancha, olía a jabón en barra, agua de pozo
y a perfume de flores, viuda; mi abuelo, Nuñez, porque así se llamaba, nunca se
había casado con Pancha, era un hombre moreno, de corta estatura y de abundante
pelo azabache, que peinaba con brillantina, lo domaba para atrás a fuerza de
gomina, usaba un peine chico de dientes finos, negro como su pelo. Eran gente
pobre, trabajadores, plantaban zanahorias, zapallos, maíz, criaban pollos,
gallinas, gansos y chanchos; tenían dos vacas para ordeñar, y darnos un
calentito café con leche siempre que fuera necesario, tomado en tazas grandes,
de loza o por capricho de nieto, en alguna lata de duraznos en almíbar, cosa
que me fascinaba. Mis abuelos me introdujeron en el gusto por el cine, me
hicieron conocer el Florencio allá por los 60 y pico, también por esa época
eran las idas al cine en la playa, al teatro de verano. Eran cines de entradas
baratas. Los viejos eran dueños de su carro, un día creció su economía y se
compraron…un sulky! Tenían dos vehículos! Uno para trabajar y otro de paseo. El
viejo teatro de verano se vestía de gala para esas funciones de cine mudo,
blanco y negro, que dos por tres se cortaba y aparecían aquellos globos en la
pantalla, lo que indicaba que la cinta por algún lado se había quemado, un poco
de paciencia y seguía la función. La avenida de la costanera estaba iluminada
por viejos y bellos faroles que tenían bolas de vidrio blanco que para la
ocasión, en la mitad que daba al Río, se pintaban de azul oscuro, para no
molestar a la platea, que calladamente seguía a los personajes de la función.
Eran noches imborrables, terminaba la muda historia y salíamos de regreso para
la casa, no había ni golosinas ni nada, pero todas esas horas eran una tremenda
aventura que mi hermano y yo disfrutábamos a pleno. Mis abuelos eran así, sin
quererlo nos llenaban de fantasías, eran humildes, muy humildes y bastante
brutos, sin estudios, pero con sus manos llenas de cariño, cuidados y
complicidades, que supongo eran su mejor manera de demostrar amor, sin decirlo,
de puro cortos que eran. Así eran mis abuelos, los que recuerdo siempre, cuando
como esa noche, unos faroles con bolas de vidrio blanco pintadas de azul, te
abren la puerta de la memoria.
Ramiro Beceiro
(Sanducero)
Teatro de Verano. Foto de Ramiro Beceiro
Gracias,
Ramiro, por este hermoso texto, con el que reiniciamos las andanzas del
Níspero. L.L.